El niño Yehudi Menuhin quería lograr ser como Louis Persinger, ese maestro que en primera instancia rechazó tutelar el aprendizaje musical de Yehudi pero que finalmente le acogió en su seno educativo. Persinger se encontró con la voracidad de un niño cuya velocidad por aprender enseñaba el camino de lo que estaba por venir.
Nada es casual. Un genio nace con esa virtud y luego, inevitablemente, la desarrolla. Yehudi Menuhin fue un niño prodigio y esa realidad, inevitablemente, hizo que anidara en su ser un amor y un afán por aprender y por aprender que marcó sus inicios musicales.
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“¡Sólo el cielo sabe cuánto habría aprendido si hubiese sido un estudiante más lento! ¡Cuántos ejercicios ingeniosos habría urdido si hubiese sentido resentimiento por mi habilidad a imitarle al instante!”, apunta en su ‘Viaje Inacabado’, una autobiografía cuyas partes seguimos compartiendo. Y permanecemos en ese capítulo de la obra titulado ‘Un Chevrolet y un violín pequeño’. Ya nos referimos a este texto hace unas semanas, para ilustrar cómo Yehudi Menuhin deseaba ser Louis Persinger, ese maestro que finalmente se convirtió en su profesor.
“¡Sólo el cielo sabe cuánto habría aprendido si hubiese sido un estudiante más lento! ¡Cuántos ejercicios ingeniosos habría urdido si hubiese sentido resentimiento por mi habilidad a imitarle al instante!”
En la segunda parte de ‘Un Chevrolet y un violín pequeño’, tras narrar las andanzas que le llevan a adquirir —con solo cuatro años— su primer violín y tras contar cómo finalmente su camino se unió al del propio Persinger, Yehudi nos enseña a ese niño tutelado por Persinger, a ese niño que incluso podría haber aprendido más, si, como él mismo dice 50 años después, “hubiese sido un estudiante más lento! ¡Cuántos ejercicios ingeniosos habría urdido si hubiese sentido resentimiento por mi habilidad a imitarle al instante!”.
“Persinger no me reveló más misterios del violín que Sigmund Anker. Él mostraba y yo imitaba, y mis logros se conseguían por puro oído, sin desvíos a través de la consciencia. Lo que me dio como músico fue la comprensión de la música, y como maestro, un grado de atención devota que, como sólo descubriría más tarde, no está al alcance de todos los profesores”.
Para Yehudi, la mejor virtud de su primer gran maestro, fue “el sentido común”.
“Persinger, que nunca me enseñó un método, me consintió que engendrase por mí mismo, siguiendo mis tiempos, de tal modo que incluso las omisiones y los hilos sueltos formasen parte del diseño. Mientras que cualquier otro profesor me habría negado las grandes obras hasta que hubiese conseguido, dados una altura y un peso, un determinado coeficiente, Persinger dejaba que sus oídos fuesen el árbitro”.