Continuamos, una semana más, con el “Viaje Inacabado” que escribiera el Maestro Yehudi Menuhin y en el que, repasando sus memorias nos adentramos en la visión humanista y filosófica que constituyen su legado. Hoy seguimos inmersos en su infancia y en sus primeros pasos como músico y prodigio del violín:
LA VIDA EN FAMILIA
En el otoño de 1925 la familia se enfrentó a su primera separación. Los planes de Persinger de basar su cuarteto en Nueva York durante aquel invierno nos dejaron con las alternativas de ir con él o de quedarnos sin sus enseñanzas hasta que regresase a California. Se trataba de una decisión trascendental. Si elegíamos ir a Nueva York, esto suponía separarnos ya que Aba no podía dejar su trabajo durante tanto tiempo. No había podido hacer el sacrificio cuando Imma quiso ver a su madre y ahora se tenía que armar de valor para tomar una decisión referente a mí. Fue la primera vez que nos separamos de él, pero éramos jóvenes y estábamos participando de una aventura, seguros bajo la custodia de Imma; para Aba, el más desolado de todos nosotros, significaba su primera separación de ella.
Nos vino a despedir a Oakland Pier, de donde salía el Overland Limited. Con el tren a punto de partir, Aba me hizo ser consciente de la importancia de ser el único hombre del grupo, como ya hiciera una vez cuando me fue encomendada la misión de acompañar a mi madre en una excursión de la que Aba no formó parte. De un modo solemne y secreto, casi como si se tratase de un rito de iniciación, confió a mi cuidado una pequeña botella de sales aromáticas, que debería poner a disposición de Imma siempre que se sintiese desvanecer. No pude mantener mi solemne responsabilidad por mucho tiempo. Quizás me traicionó mi preocupación, quizás me descubrieron las sales aromáticas cuando una de aquellas noches vacié mis bolsillos, pero de algún modo el remedio de Aba salió a la luz prematuramente, para divertimento de Imma. Ella misma se encargó de la botella, asegurándome que no sería necesaria. Hoy sé que aunque se hubiese sentido débil, nunca se lo habría dejado traslucir a unos niños que dependían de ella, en pleno drama de nuestra primera separación se me ocurrió que ni Aba ni yo habíamos pensado en ello, y me sentí muy orgulloso de la confianza que depositó en mí.
El Overland Limited unía Oakland con Chicago después de aproximadamente sesenta horas de viaje. Desde Chicago a Nueva York se tardaban otras veinte horas en el Twentieth Century Limited, por tanto cruzar el continente se trataba de una empresa considerable. Ciertamente, nuestro primer viaje en dirección al este fue más cómodo que la expedición en dirección al oeste que mis padres y yo habíamos realizado siete años antes. Ocupamos un compartimento sólo para nosotros, salón de día, dormitorio de noche, con suministro propio de agua y lavabo. Llegué a familiarizarme mucho con aquellos camarotes durante mis días de gira. Al principio Aba y yo los compartimos con Persinger y después con distintos acompañantes profesionales. Cada compartimento tenía una litera superior, otra inferior y también un estrecho diván. Yo siempre ocupaba la litera superior. Me convertí en un experto en trepar hasta ella, en leer con acogedora satisfacción mientras el tren se balanceaba y recorría los Estados Unidos, aunque durante aquel primer viaje, ante una nueva experiencia, decidí sentarme al lado de la ventana a contemplar los paisajes que íbamos dejando atrás mientras seguía la ruta que estábamos realizando en un mapa que concienzudamente nos había dado un amigo de la familia, el Dr. Samuel Langer. Poco podía imaginar lo bien que llegaría a conocer las distintas paradas del trayecto: Reno, Greenville, Omaha y demás.
Algunos días después de habernos despedido de Aba en Oakland Pier, llegamos a Nueva York, mareados de movimiento y distancias. Fue como llegar a la cárcel o al infierno.
A pesar del impresionante escenario que mostraba, con sus calles inclinadas ofreciendo mil puntos panorámicos del ondulante Pacífico y las planas aguas de su bahía bordeadas por tierra emergente, San Francisco era sobre todo una ciudad humana en la que las personas vivían en casas de tamaño humano y mantenían relaciones humanas con sus vecinos. La belleza de sus tierras y aguas, su relativa limpieza y quietud y la relajada comunicación entre la gente eran elementos añadir a aquello que yo reconocía como felicidad, comparado con las terroríficas calles desfiladero de Nueva York cercadas por la oscuridad de Noviembre; con el ruido, la suciedad y el hedor del metro; con neoyorquinos hechizados y atormentados, luchando por defender sus vidas (así lo parecía) contra el invierno y los salarios; y la presión de constantes multitudes corriendo a toda prisa. Mi predispuesto juicio de niño de nueve años de mi ciudad parece que, con los años, es todavía más acertado, a pesar de que las innumerables visitas que desde entonces he hecho a Nueva York han sacado a la luz mi reacio reconocimiento a algunas de sus emociones. Si uno asciende a cierta altura desde la que uno cree dominar la esparcida metrópolis y alejarse de todo aquello que sucede a nivel de calle, entonces se siente recompensado por una tremenda sensación de alborozo animal, que probablemente ninguna otra ciudad pueda ofrecer; pero uno debe volver a bajar a la vida. Creo que nunca he podido desterrar mis primeros prejuicios contra Nueva York, y creo que nunca podré, a pesar de los amigos, los recuerdos y el vivo reconocimiento del entusiasmo cultural de la ciudad. Quizás mis dudas parten de la convicción de que Nueva York debería ser la ciudad más influyente del mundo, y tengo la impresión de que ha perdido la oportunidad o la ha desaprovechado.
Sin duda alguna, la ausencia de mi padre agravó la sensación de morriña, pero como demostraría el futuro, mi predilección por San Francisco estaba ya lo suficientemente arraigada como para que no fuese eclipsada por la reunión familiar. Cuando años más tarde Aba y yo estábamos de gira por los Estados Unidos, nuestro ánimo iba mejorando a medida que nuestro viaje nos iba acercando al oeste. Tuvimos que soportar cuatro meses antes de que comenzase el viaje de vuelta a casa. Aquel primer invierno en Nueva York fue deprimente, algo a soportar con estoicismo cherkeso y a olvidar lo antes posible (durante muchos meses después de aquel invierno estuve tachando la palabra “Nueva York” siempre que la veía escrita), pero incluso por aquel entonces hubo momentos que merecieron la pena.
Lo primero que hizo Imma fue encontrarnos un apartamento a una altura, en algún sitio de la Calle 115 en el área de la Universidad de Columbia, desde la que podíamos divisar un modesto trozo de superficie terrestre. Aquél fue realmente el primer invierno frío de mi vida, que trajo consigo muñecos de nieve (que construíamos en el alféizar de la ventana), un trineo y el abrigo de ropas adecuadas de los grandes almacenes Stern de la Calle 42. Estaba muy contento con mi nuevo abrigo, una especie de prenda de oso de peluche que se llamaba chinchilla y estaba hecha de lana muy gruesa, casi rizada. A poca distancia de nuestro apartamento estaba Morningside Park, no tan agradable como el parque en Steiner Street pero tolerable como alternativa, en el que podíamos utilizar nuestro trineo. Destaco, entre todas, las frecuentes visitas de Sammy Marantz, que venía desde New Jersey para hacernos compañía, y en especial una de aquellas noches – probablemente la de Año Nuevo – en la que Imma decidió aceptar una invitación a una fiesta y el se quedó a nuestro cargo durante tres o cuatro horas.
Una importante experiencia fue mi primer encuentro íntimo con la medicina, que hasta aquella fecha sólo había podido observar desde el punto de vista de un paciente bajo un fonendoscopio. En su regreso a Nueva York mi madre volvió a contactar con algunos de los amigos que había hecho 10 años atrás, entre ellos el Dr. y la Sra. Garbat, que habían sido parte de su vida y de la de Aba, y que generosamente también lo serían de la mía. Rachel Garbat había sido la única hija de un adinerado comerciante de té, Abraham Lubarsky, entre cuyos gestos de generosidad por la causa sionista se incluía una comida de Sabbath los viernes por la noche para todos los estudiantes palestinos becados, entre los que se había encontrado mi padre. La propia Rachel, tan generosa como su padre en tiempo y esfuerzo, era mecenas y amiga de músicos, y tanto ella como su marido – un excelente músico aunque doctor de medicina de profesión – vivían inmersos en la rica vida musical de Nueva York. Dicho de un modo más literal, vivían en dos pisos contiguos en la Calle 81 Este, entre las avenidas Park y Lexington, utilizando uno como su hogar y el otro como despacho del Dr. Garbat. He mantenido una relación de interés a lo largo de toda mi vida con la salud, la enfermedad y los tratamientos, ya sean periféricos o tradicionales, gracias a la oportunidad que entonces tuve de visitar su consulta, la sala de reconocimientos, el laboratorio médico y la biblioteca, en los que quedé impresionado por la cantidad de libros, archivos, máquinas y todo tipo de parafernalia quirúrgica. Como mostraré más adelante, tengo con los Garbat una deuda todavía mayor, pero en aquel invierno de 1925-1926 su importancia se basaba en mi fascinación por la profesión del Dr. Garbat y en la compañía ocasional de su hijo Julian y su hija Fifi. Otro de los amigos de mis padres, que conocí en aquellos días, era el rabino de Sola Pool, para quien Imma había trabajado como profesora de hebreo a su llegada a Nueva York. En Palestina el rabino había sido testigo del influjo de los judíos que habían llegado de Rusia, y me comentó que casi todos ellos habían desembarcado con una funda de violín debajo del brazo: hasta ese extremo era para ellos la música un símbolo de liberación.
La música, que era el motivo que nos había llevado a Nueva York, no fue desatendida una vez que llegamos allí. Además de las prácticas y las clases, pusimos en práctica una nueva aventura. Durante unos seis o siete martes, con Imma a mi lado, asistí a clases de ejecución de música a primera vista en el Instituto de Arte Musical (posteriormente rebautizado como Juilliard). Uno de los profesores, Dorothy Crowthers, me describiría años más tarde como el más aventajado de sus alumnos, incluidos los compañeros de clase de más edad, pero creo que demostró tener una memoria indulgente ya que mi oído, si bien destacaba muy probablemente en las clases de solfeo, demostró estar completamente sordo a la nomenclatura de la armonía. Entonces, como hoy en día, confiaba en la música y miraba el lenguaje de reojo, y ni siquiera una fuerza de asedio habría podido reconducir aquellos principios. Me sentía incómodamente cohibido en el anonimato de la clase – un contraste demasiado fuerte, sin duda, comparado con nuestro hogar, en el que la propia transparencia de nuestras identidades hacía innecesario pensar en ellas. Hubo una experiencia previa, más efímera, de exposición a algo que pudiera parecer una clase: en San Francisco formé parte durante un breve período de una orquesta de niños, con el objeto de ganar algo de experiencia en música de orquesta que no en relaciones con otros niños. Si hubiese podido soportar éste o alguno de los otros asaltos a la vida en grupo, probablemente habría crecido en un entorno en el que las relaciones con otros compañeros habrían resultado más sencillas de desarrollar. Por otro lado, y probablemente por no haber perseverado, mi infancia se mantuvo extraordinariamente libre de los efectos distorsionantes de la competencia. Los patrones con los que comparaba mis logros eran los más elevados, y el esfuerzo se realizaba con un temor reverencial, no con el deseo de ser reconocido como superior. Justo cuando terminaron las clases de ejecución de música a primera vista, recibí mi violín italiano, un Grancino de siete octavas. Los mecenas fueron el Sr. y la Sra. Rosenberg de Chicago y un hombre soltero que tomaba clases de hebreo en una de las escuelas que dirigía Aba y que curiosamente se llamaba Sr. Rosenthal, y entre los tres donaron los ochocientos dólares de la compra. Allí estaba “el camino de rosas” que iluminaba el exilio y que daba origen a un sueño recurrente que hacía que las noches de Nueva York fuesen más cálidas que los días. Lo recuerdo muy bien: Fritz Kreisler entra en escena del Carnegie Hall. La ovación crece hasta morir abruptamente cuando el público, entre el que me incluyo sentado en la primera fila, se da cuenta de algo peculiar. Lleva dos violines idénticos. Desde un lado del escenario me extiende uno de ellos y me dice con esa solemne voz, que se extiende por el auditorio, como si eso constituyese su recital: “Hijo, tómalo, es para ti”.
Para mí Kreisler era una persona enormemente atractiva. Mientras que la mayoría de los músicos son personas anodinas fuera del escenario, o dicho de otra manera, una masa de estigmas profesionales asociada a la ausencia del instrumento del mismo modo que el lomo hundido de un caballo se asocia a la ausencia del jinete, él, al igual que Georges Enesco, portaba el comportamiento autosuficiente de un aristócrata. El nombre de Kreisler ya significaba un cierto sonido antes de que el sonido se personificase. Era tan deslumbrante como Heifetz y me daba seguridad de que mis “Perpetuum Mobile” y “Dance of the Goblins” se encontrasen bajo su protección. Kreisler me desconcertaba, más bien me desarticulaba. El sonido Heifetz se encuentra en la superficie de los discos que grabé, casado con sus surcos, el brazo y el eje unidos como un precioso lazo bobinado a setenta y ocho revoluciones por minuto. El sonido Kreisler era todo énfasis sutil, una insinuación, y dejaba pistas que aquellas antiguas grabaciones y yo capturábamos cómo podíamos. ¡Cómo añoro tocar “Schön Rosmarin” o el “Caprice Viennois” con aquella caballerosidad! A pesar de ser un niño, sabía que el factor ausente en mis imitaciones era la propia experiencia de la vida. Únicamente más vida me podía encaramar al nivel en el que cohabitan el afecto y la sofisticación.
El cuarteto de Persinger ensayaba en un dúplex de la Avenida Lexington que pertenecía a la Sra. Cecilia Casserly, una distinguida mecenas de la música y una encantadora grande dame, que fue, desde el momento en que generosamente permitió a Persinger que me diese lecciones en su propia casa, mi amiga hasta su muerte. Desde nuestro apartamento en el West Side hasta el suyo en la zona de las calles setenta había un buen trecho, que siempre hacíamos al pie. El regalo al esfuerzo realizado era el esplendor de la llegada. Nunca he visto un lugar tan elegante. ¡Allí realmente se había construido una casa pensando en la música! Por desgracia, aquel apacible entorno fue testigo de una de las pocas regañinas de mi vida.
Aunque generalmente me mantenían alejado tanto de halagos y reproches de las críticas de los periódicos como de los comentarios aduladores del público, a través de las barreras de protección se filtraban suficientes reacciones como para establecer una pauta: la crítica debía provenir de dentro de la familia, especialmente de Imma; la regulación de fuera. Los elogios de Imma, muy escasos, los tenía no sólo en alta estima sino que me ayudaban a devaluar otras lisonjas por muy empalagosas que fuesen. Sin embargo, y del mismo modo que su estímulo era el más importante dada su rareza, el desaliento de otros era muy descorazonador por idéntico motivo. Entre los beneficiarios de la preocupación musical de la Sra. Casserly estaba Nikolai Sokoloff, que en aquellos momentos se estaba haciendo un nombre como director de orquesta en Cleveland. Me oyó tocar durante una visita a Nueva York, y aunque fue muy agradable, de alguna manera me rebotó la idea de que desde su punto de vista cualquiera de las primeras sillas de su orquesta tocara tan bien como yo. Aunque no se trataba de un veredicto muy crítico, dirigido a un chico de nueve años, estaba tan poco habituado al descrédito que me hizo una herida profunda. Por supuesto que la herida se curó. Sokoloff fue uno de los primeros directores de orquesta con los que toqué fuera de San Francisco, y llegué a tocar con él muchas veces, para satisfacción de ambas partes. Pero nunca he llegado a saber si aquella menospreciante observación había sido sincera.
Tres semanas antes de volver a casa, Aba convenció a la comunidad judía de San Francisco para poder inspeccionar el resto de escuelas de hebreo, incluidas las de Nueva York. Antes de venir, mis padres habían mantenido un extenso carteo – a través de telegramas y cartas: las líneas telefónicas de costa a costa sin duda eran posibles pero todavía no se trataban de un medio de comunicación diario para nosotros – estaban decidiendo si debía dar o no un concierto en Nueva York. Después de consultarlo con Persinger, que sería mi acompañante, se tomó la decisión de darlo. Se contrató la Manhattan Opera House y los preparativos fueron confiados a un caballero llamado Loudon Charlton. Aba probablemente no debía considerar que el Sr. Charlton fuese suficientemente activo porque, tan pronto como llegó a Nueva York, comenzó a enviar él mismo los programas musicales por correo, distribuir las entradas, colocar a los amigos, contactar con los periódicos y poner sobre aviso a los mecenas musicales. Nuestras últimas tres semanas fueron tan animadas y enérgicas como sobrios y fríos nuestros tres primeros meses. El 17 de Enero de 1926 Persinger y yo tocamos la Sonata en Mi Mayor de Haendel, la Symphonie Espagnole de Lalo y el primer movimiento del Concierto en Re Mayor de Paganini a un público que no incluía músicos de importancia, salvo Walter Damrosch. Por el contrario sí estaban sentados en primera fila, uno al lado del otro, tres caballeros entrados en años: Papá Heifetz, Papá Elman y Papá Max Rosen. El periodista que dijo haberlos visto podría haberse inventado su presencia con la intención de dar a entender que el recital no era únicamente un evento musical sino un rito de entrada en un club musical altamente exclusivo, un gran Bar Mitzvah, en el que el celebrante alcanza la divinidad y su padre se une a la primera categoría de ángeles. Los esfuerzos de Aba por convocar a los poderes fueron suficientes como para completar un minyan, el quórum de varones judíos necesario para que pueda celebrarse un servicio religioso público.
A continuación dejamos Nueva York. El trabajo de mi padre nos llevó primero al sur, en dirección a Nueva Orleáns, y después al oeste, en dirección a Los Angeles. A Imma le resultó curioso que, durante una visita guiada por Los Angeles, el guía se molestase en llamar nuestra atención ante la casa de Douglas Fairbanks y Mary Pickford. ¿Quiénes eran ésos?